domingo, 15 de octubre de 2017

Mi olor a otoño

Adentrarse en un hayedo, con tonos verdes, amarillos y ocres, pisar suave, como sin querer enturbiar la paz que se respira, ese silencio ruidoso, con el ritmo marcado por las hojas balanceadas por el viento, mientras algunas caen y otras deciden esperar, cerrar los ojos y oler. Esa reconfortante mezcla de humedad, madera y viento sur, que te lleva a casa, a la infancia, donde los domingos otoñales eran para recoger castañas y comer pipas al rededor de una mesa con mantel de hule a cuadros rojos y blancos. Ese olor a otoño que tan lejos queda ahora de la rutina diaria. 


Después, llegar a la ciudad y que el pleno octubre siga oliendo a verano, a noches con la ventana abierta que se mezclan con la ausencia de un viento del norte que aún no llega. Esa falta de salitre en el ambiente. Un otoño atípico, en el que el bizcocho de jengibre y canela parece estar de sobra y el castañero fuera de sitio. Como si cada mañana el maravilloso olor a café diera un calor extra que no se necesita. 

Un otoño, el mío, en el que al menos ya huelo a sándalo, que como buen fiel compañero me reconforta y me activa con su aroma cálido y personal. Madera y más madera, simple, pura, a veces intensa, a veces fresca y a veces dicen que sensual. Uno de esos olores con los que a priori tampoco me identifiqué tanto, pero ahora siento como una segunda piel. Porque si a mi alrededor el otoño no huele, al menos que yo huela a otoño. 


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